Los factores que condicionan la felicidad personal son
múltiples.
Aún disponiendo de condiciones de vida objetivamente
similares, diferentes personas presentarán una gran variación en lo que
respecta a su nivel de felicidad y bienestar subjetivo. Unos vivirán en un
estado envidiable de gozo continuado, otros se sentirán simplemente
satisfechos, y aún otros se hallarán en la más deplorable de las desdichas.
Aunque muchos
de los factores implicados en la felicidad son aún desconocidos, los trabajos
de investigación realizados hasta el momento, han permitido identificar algunos
de ellos:
1. El patrón de personalidad
2. Las relaciones interpersonales
3. La elección y logro de metas personales
4. La disponibilidad de bienes y recursos
5. Las variables demográficas
6. Los factores genéticos
El patrón de personalidad
Las líneas de investigación actuales sugieren que el perfil
de personalidad de cualquier persona queda definido, en su mayor parte, por un
conjunto limitado de rasgos, identificados bajo la denominación de los Cinco
Grandes: extraversión, estabilidad emocional, apertura a la experiencia, amabilidad
y responsabilidad (Digman, 1990; McCrae, 1992). A lo largo de los estudios
realizado, al menos dos de ellos aparecen consistentemente vinculados a la
felicidad y al bienestar subjetivo:
·
La
estabilidad emocional (como rasgo opuesto al neuroticismo)
·
La
extraversión (como contrapunto de la introversión)
a)
El
neuroticismo-estabilidad emocional
El neuroticismo es
un rasgo de personalidad frecuentemente utilizado como media clínica de
inestabilidad mental. Se asocia con angustia, depresión y desesperanza. Se
relaciona, por tanto, de forma negativa con el nivel de felicidad. En cambio,
la estabilidad emocional se muestra un predictor del nivel de felicidad y
bienestar, llegando a explicar el 38% de la varianza observada en algunos
trabajos (Hills y Argyle, 2001a).
En este sentido,
las personas que puntúan bajo en neuroticismo (poseen, por tanto, una alta
estabilidad emocional) tienden a informar de cotas más altas de felicidad. En
cambio, aquellas que alcanzan valores altos en este rasgo (es decir, con una estabilidad
emocional baja), se muestran más desdichadas y se sienten menos satisfechas en
sus vidas.
b)
Extroversión-introversión
La personalidad
extravertida es sociable, de carácter gregario y tendencias afiliativas;
mientras que la introvertida, por lo contrario, trata de mantener su autonomía
e independencia en relación a los otros (Jung, 1928).
Los resultados
obtenidos tanto de estudios correlacionales como experimentales revelan una
marcada asociación entre extraversión y felicidad. En conjunto estos trabajos
llegan a concluir que la extraversión es el rasgo de personalidad que de manera
más fuerte y positiva se vincula a la felicidad. Es más, este resultado se
mantiene independientemente de la raza, el género y la edad de las personas
estudiadas, y muestra una sorprendente estabilidad transcultural. Incluso un
estudio longitudinal realizado por Costa, MacCrae y Norris (1981) muestra que
la extraversión es un buen predictor a largo plazo (17 años) del nivel de
felicidad de las personas.
La característica principal
del extravertido es su alta disposición a la interacción social. Precisamente,
tal inclinación social es lo que parece determinar la asociación de este rasgo
con la felicidad. Hills, Argyle y Reeves (2000) analizaron algunos factores
motivacionales que podrían llevar a los jóvenes a implicarse en actividades de
ocio y tiempo libre encontrando que la motivación más extendida fue la
oportunidad de interacción social implícita en ellas.
No obstante, en
principio esta idea de una relación unívoca y exclusiva entre felicidad y
extraversión choca ampliamente con diferentes fuentes de evidencia y con la mía
propia. Muchas personas entre las que me incluyo yo misma somos felices, aunque
no seamos especialmente gregarios y desarrollemos estilos de vida que comportan
una actividad social limitada; por el contrario, manifestamos niveles de
felicidad cuanto menos similares a los de aquellas personas de vida social más
activa. Asimismo, estos resultados discrepan de las ideas de los filósofos
clásicos (Aristóteles, Epicuro) y de reconocidos hombres de ciencia (Ramón y
Cajal), que hacen hincapié en la necesidad de una vida sosegada y en relativa
soledad como requisito necesario para lograr felicidad y satisfacción con la
propia vida.
Estudios recientes
(Hills y Argyle, 2001) muestran una correlación significativa entre
introversión y felicidad; asimismo, no apreciaron diferencias notorias entre introvertidos
y extrovertidos felices en cuanto a aspectos tales como la preferencia por la
soledad, las relaciones con los amigos o la implicación en actividades
“potencialmente introspectivas” (lectura, escuchar música, ver TV)
En conclusión, es evidente que tanto
introvertidos como extrovertidos pueden alcanzar niveles altos de felicidad. El
rasgo extraversión-introversión actuaría como una variable instrumental que
refleja, más que determina, las diferentes vías o modos elegidos por las
personas para obtener gozo y satisfacción con sus vidas. Desde mi opinión
personal, estaría mediado por los motivos secundarios de logro, poder o
afiliación que son aprendidos. Los motivos secundarios son desarrollados y
configurados mediante la interacción social entre individuos y actúan dirigiendo nuestra conducta jugando un
importante papel en el desarrollo emocional de las personas. Una vez adquiridos
forman parte de nuestra personalidad, configurándola de forma diferencial.
Las relaciones interpersonales
En los últimos años el área de
las relaciones interpersonales de índole amistosa
o vinculativa, ha adquirido importancia como uno de los factores que
inciden en el proceso emocional de la felicidad. Tanto es así, que algunos
autores han conceptuado esta interacción social, basada en la confianza, la
afectividad y el apoyo, como una necesidad humana básica imprescindible para
alcanzar el bienestar subjetivo (Baumeister y Leary, 1995). Dos aspectos de
interacción resultan especialmente relevantes:
·
El estilo de apego
·
El grado de familiaridad o
intimidad en la relación
Diversos trabajos han
confirmado la relación entre el estilo de apego seguro y un alto nivel de
bienestar subjetivo. Al parecer este estilo de apego fomenta la felicidad
debido, en gran parte, a que facilita las relaciones en las que la persona
puede satisfacer necesidades de autonomía, competencia y afiliación (LaGuardia,
Ryan, Couchman y Deci, 2000).
Por otra parte, estudios
evidencian que lo determinante para la felicidad no es tanto la cantidad de
relaciones sociales que mantiene la persona como el grado de confianza o
intimidad que se alcanza con ellas (Nezlek, 2000). Es decir, el bienestar
subjetivo no está determinado por el número de relaciones sociales que
mantenemos sino por la calidad de los lazos íntimos que establecemos en ellas.
Elección y logro de metas personales
Frecuentemente, la
felicidad no se halla tanto en la meta u objeto anhelado como en el proceso que
nos conduce a él o ella. Es más, no menos habitualmente suele ocurrir que la
consecución de lo deseado haga que nuestro interés por ello decaiga e, incluso,
que sintamos cierta desolación (p.ej., una conquista amorosa, un grado
académico, una oposición...).
Diferentes formulaciones
teóricas (denominadas “teorías télicas” o de realización) comparten la idea de
que el sentimiento de felicidad se desencadena cuando la persona alcanza una
meta o estado final.
Aspectos claves relacionados al gozo asociado a la consecución
de metas:
a)
Competencia y autoeficacia percibida.
Cuanto más eficaces y competentes nos percibimos durante el
desarrollo del proceso que nos lleva a alcanzar un objetivo relevante, mayor es
el nivel de satisfacción y de bienestar subjetivo que sentimos (Carver y
Scheier, 1999; McGregor y Little, 1998). No obstante, este efecto general está,
a su vez, modulado por otros factores. En este sentido, resulta determinante el
nivel de reto o desafío; de modo que, cuando éste es demasiado asequible o, por
el contrario, demasiado difícil, el nivel de afecto positivo asociado es menor.
Otro factor relevante es el hecho de que nuestras actividades
estén motivadas por el logro de una recompensa (aproximación) o por la
evitación de un castigo (evitación).
El seguimiento de metas de evitación conlleva un progreso más
lento y pobre hacia el objetivo final, así como un menor sentimiento de
satisfacción. En contraposición, la consecución de metas de aproximación implica
un curso comparativamente más rápido, y de mayor complacencia, hacia el
objetivo fijado. Es decir, la búsqueda de metas de aproximación influye
positivamente sobre el bienestar subjetivo de la persona, en tanto que el
empeño en metas de evitación lo hace negativamente.
b)
Grado de convergencia de la meta
En general, obtenemos mayor satisfacción y gratificación en el
desarrollo de actividades coherentes con nuestro sistema de valores y
creencias, que en aquéllas que divergen de ellos.
Muchas de las metas que nos fijamos a lo largo de la vida tienen
poco o nada que ver con nuestros valores e intereses. En estos casos, la
selección de objetivos suele estar guiada por la ansiedad, la angustia, la
culpa..., o responder a los requerimientos o imposición de otros. Aunque el
desempeño en el logro de esta clase de metas sea altamente eficaz, el nivel de
bienestar subjetivo que reporta a la persona es muy escaso, cuando no nulo. Además,
estas metas forzadas o discordantes, dado su bajo respaldo motivacional, so
especialmente sensibles a cualquier contratiempo. Así, el interés por ellas es
probable que se desvanezca cuando se presenta algún impedimento en el camino a
su consecución (Sheldon y Elliot, 1999).
La integración
de las metas con los intereses y valores personales nos dota de una sensación
de dominio y control que incrementa el bienestar subjetivo que experimentamos
en las actividades dirigidas a alcanzar tales metas. El fracaso en su obtención
resulta frustrante y acarrea diversos grados de infelicidad.
Disponibilidad de
bienes y recursos
¿Más dinero supone mayor felicidad?
Aunque pequeña, existe cierta asociación entre el nivel de
ingresos económicos y el grado de bienestar personal. No obstante, no parece
que la riqueza sea un buen predictor del nivel de bienestar subjetivo. Según un
estudio reciente (Sheldon, Elliot, Kim y Kasser, 2001), el
dinero solamente es relevante cuando las necesidades básicas no están siendo
cubiertas. Una vez que éstas lo están, más dinero no nos hace más dichosos.
En los
países desarrollados, tampoco más dinero significa necesariamente mayor satisfacción
(Diener, Sandivick, Seidlitz y Diener, 1992; Veenhoven, 1991); en ellos, si
bien los desfavorecidos son en término medio menos felices, una vez atendidas
las necesidades básicas, el hecho de aumesusntar sus ingresos añade escasa o
ninguna felicidad a sus vidas. En cambio, en
los países más pobres, el bienestar económico sí parece relacionarse con
mayor satisfacción con la vida (Diener y Diener, 1995). Sin embargo, es estos
países, incluso personas en situación de pobreza extrema consideran que gran
parte de su vida resulta satisfactoria (Biswan-Diener y Diener, 2001). De este modo, es muy
probable que cualquier persona del desierto de Kalahari, que apenas conoce el
concepto de dinero y cuyos recursos materiales resultan bastante limitados, sea
más dichoso que muchas de las personas que gozan de “alto nivel de vida”.
En cuanto a la felicidad se refiere, lo relevante es la importancia que la persona confiere al dinero, y no
éste en sí mismo. Es más, una actitud materialista no favorece, más bien
mina, la sensación de bienestar personal, y ello con independencia de cual sea
el nivel de ingresos (Sirgy, 1998).
Por tanto, se podría afirmar que, ciertamente, el dinero no da
la felicidad, pero tampoco la pobreza la favorece.
La Psicología de la Emoción contemporánea ha
retomado el planteamiento de Williams James (1890/1952) acerca de que la
felicidad vendría a ser el resultado de un compromiso o razón entre los logros
alcanzados por la persona y las aspiraciones o metas que ésta plantea. De acuerdo con ello, el
nivel de dicha que experimenta un individuo podría incrementarse bien
aumentando los logros, bien limitando las pretensiones de meta o bien
utilizando una combinación de ambas estrategias.
El modelo del que parte la Psicología de la Emoción plantea la
hipótesis de que cada uno determina su nivel de bienestar subjetivo efectuando
sucesivas comparaciones con patrones normativos. Estos pueden ser de:
·
carácter social (comparación social)
·
índole personal (comparación con el nivel
de aspiración, con ideales, con experiencias pretéritas...)
Cuando el resultado de la comparación supera el criterio
correspondiente, surgen sentimientos de felicidad y satisfacción. Por el
contrario, cuando aquel no se alcanza,
el nivel de gozo tiende a reducirse. Así pues, desde este modelo la
felicidad no dependería tanto de las condiciones objetivas (p.ej., ingresos,
nota en un examen, atractivo personal, reconocimiento profesional...) como de
la relación entre éstas y los criterios normativos relevantes. Por ejemplo, un
estudiante de 3º de ESO dotado de mediocre aptitud para las matemáticas, ha
obtenido un aprobado en esta asignatura. Si el criterio de comparación se
personaliza, la historia pasada de suspensos y las bajas expectativas de
aprobar el examen, probablemente le harán sentirse satisfecho con el resultado.
Ahora bien, si el criterio de comparación es social, el hecho de que su nota
sea la más baja de su clase, puede no sólo reducir su nivel de satisfacción
sino, además, hacerle sentir desdichado.
Los resultados hallados en diversos estudios discrepan en cuanto
a los patrones normativos de carácter social. Hay estudios que demuestran que
las comparaciones con el entorno social pueden influir en el gozo que experimenta
la persona, los cuales constituyen estimadores válidos del nivel de
satisfacción que aquélla alcanzará en determinadas circunstancias. Por otro
lado, otros estudios no hallan evidencia empírica que apoye tal tipo de
relación. Ante este debate, la solución podría pasar por concretar qué
criterios sociales son los más relevantes, y bajo qué circunstancias actúan
condicionando la valoración del nivel subjetivo de bienestar y satisfacción.
Variables demográficas
a)
Género
Aunque los estudios no han encontrado diferencias significativas
entre hombres y mujeres en lo que concierne al grado de satisfacción con sus
vidas, ambos se diferencian en cuanto al rango en el que varían sus estados
emocionales. En general, las mujeres experimentan niveles más altos de afecto
negativo que los hombres, siendo la prevalencia de trastornos depresivos doble
en ellas que en los varones (Diener y Diener, 1995). Cómo contrapartida, aquellas
también experimentan mucha mayor emotividad y lo hacen con mayor frecuencia e
intensidad que éstos (Fujita, Diener y Sandvick, 1991). Es decir, el tono emocional
general es igual en ambos sexos, pero la variabilidad emocional es mayor entre
las mujeres, que son, a un tiempo, más felices y más infelices que los hombres.
b)
Edad
Nos mostramos más satisfechos con nuestras vidas conforme
envejecemos, al tiempo que nuestra afectividad positiva tiende a reducirse
levemente y la afectividad negativa permanece invariable (Diener y Lucas, 2000;
Mroczek y Kolarz, 1998). Incluso se cuestiona esta disminución de la
afectividad positiva.
c)
Raza
Estudios pioneros realizados en EEUU., Sudáfrica y Holanda,
indican que el hecho de ser de color correlaciona notoriamente con un
sentimiento más bajo de bienestar subjetivo. No obstante, estos datos han de
ser matizados; así, tal asociación se reduce hasta valores próximos a cero
cuando se controlan además otro tipo de variables (ingresos, educación,
situación laboral...) (Argyle, 1999).
La edad y el género también interactúan significativamente con
la raza. De este modo, los ancianos de color se muestran ligeramente más
satisfechos con sus vidas que los blancos de su misma edad. En cambio, las
mujeres negras alcanzan niveles de satisfacción similares a los de los hombres
de una y otra raza (Campbelll, Converse y Rodgers, 1976).
d)
Estado civil
Los estudios muestran que las personas casadas refieren niveles
de bienestar subjetivo mayores que los solteros, divorciados, separados o
viudos. Además, este efecto positivo alcanza por igual a ambos miembros de la
pareja, las dos manifiestan niveles de felicidad similares. Es más, la ventaja
de los casados se mantiene independientemente de la edad y del nivel de
ingresos.
Motivos que pueden justificar esta asociación:
1.
El matrimonio proporciona una fuente adicional de autoestima
(p.ej., permite escapar del estrés generado en otras áreas de nuestra vida,
como el trabajo).
2.
La gente casada tiene más posibilidades de disponer de una
relación íntima y de apoyo, que hace menos probable los sentimientos de
soledad.
Entre los no casados, las personas que viven en pareja son
también significativamente más felices que aquéllas que viven solas. No obstante,
este efecto está condicionado por el tipo de cultura en el que se vive. Así,
vivir con la persona amada en una cultura individualista como la occidental, se
asocia con una mayor felicidad. En cambio, cuando este tipo de convivencia
tiene lugar en el seno de una cultura colectivista como las orientales, el
nivel de felicidad asociado es menor.
Factores genéticos
¿heredamos de nuestros progenitores una predisposición especial
para ser felices?
Algunos estudios sugieren que sí.
Lykken y Tellegen (1996) en una muestra integrada por 2310
gemelos monocigóticos y dicigóticos, criados en idénticos o diferentes entornos
familiares hallaron una heredabilidad del 80%. Estos autores sugieren el
sentimiento de felicidad varía alrededor de un valor promedio peculiar para
cada persona. La amplitud de estas variaciones también estaría determinada por
los genes (si bien queda aún por concretar su cociente de heredabilidad); de
modo que mientras algunas personas son por naturaleza flemáticas, otras, en
cambio, muestran un carácter más lábil y fácilmente activable. Así, por
ejemplo, hechos como aprobar una asignatura dura o conseguir una promoción
laboral incrementarán nuestro estado basal de felicidad, del mismo modo que contingencias
del tipo de una pérdida económica en la bolsa o un suspenso lo harán descender.
En cualquier caso, estas fluctuaciones afectivas, cuya amplitud variará en cada
caso, tendrán un carácter transitorio, tendiendo eventualmente a estabilizarse
en un punto o valor temperamental idiosincrático. Estos autores hallaron que en
el 87% de la muestra ese valor central de ajuste se situaba en cotas de
felicidad. Es decir, entre los humanos, la selección natural ha introducido una
clara predisposición a la dicha y al bienestar subjetivo (Lykken, 2001).
Bibliografía
Fernández, E., García, B., Jiménez, M. P., Martín, M.
D., & Domínguez, F. J. (2011). Psicología de la Emoción. Madrid:
Universitaria Ramón Areces.
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