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Psicologa Vecindario MIEDO: CIRCUITOS DEL MIEDO

 


CIRCUITO DEL MIEDO

Casi toda la investigación existente sobre el cerebro se ha realizado utilizando animales. También se han estudiado individuos con lesiones cerebrales que, al estar dañados ciertos órganos y no funcionar correctamente, permitían observar in vivo las carencias emocionales o cognitivas que sufrían.

Los estudios sobre los circuitos cerebrales relacionados con el miedo se han obtenido principalmente utilizando descargas eléctricas en áreas subcorticales compartidas con los mamíferos (normalmente estos experimentos se realizan en ratas). Cuando se producen estas descargas, se observa que los animales tienen respuestas de miedo aunque no haya ningún estímulo real que lo provoque (Panksepp, 1998). Basta la activación de la amígdala para provocar una respuesta de alerta, lo que podría explicar por qué los seres humanos podemos tener miedo a situaciones que solo existen en nuestra imaginación.

Ledoux (1994, 2003), defiende que existen dos circuitos independientes relacionados con la alerta. Los dos implican a la amígdala y desempeñan papeles diferentes en situaciones de estrés, miedo o pánico:

Sistema rápido: Es instantáneo y manda la información desde los órganos sensoriales (ojos, oídos, piel) al tálamo, que a su vez lo reenvía a la amígdala. El olfato, al ser evolutivamente más primitivo, no pasa por el tálamo. La amígdala traslada inmediatamente la información al cuerpo a través del SNA para evaluar una respuesta de búsqueda de ayuda o de lucha-huida.

• Sistema lento: Este circuito es más lento que el anterior porque incorpora más órganos en su procesamiento (hipocampo, tálamo y amígdala). Cuando hay un estímulo que provoca una alerta que no es excesiva, la información llega al hipocampo, se compara con situaciones anteriores y se reenvía a las áreas corticales para que hagan una evaluación consciente del peligro. Esta información pasa al tálamo y, de aquí, a la amígdala, que activa la respuesta corporal en función de la información que ha recibido. En los humanos, este circuito más lento puede estar influido por sensaciones o pensamientos que provocan miedo, pero que no presentan un peligro real.

Ejemplo: Susana es una paciente de 26 años que ha terminado sus estudios universitarios. Sufre una ansiedad constante que no le permite dormir y que calma dándose atracones. Cuando hacemos la primera entrevista queda patente desde el primer momento que no se ve capaz de encontrar un trabajo y desarrollar una profesión relacionada con lo que ha estudiado. A esto se suma la culpa de sentir que ha defraudado a sus padres por el esfuerzo que estos han hecho para pagarle sus estudios universitarios.

La amígdala se puede activar de forma inmediata mediante un estímulo que provoca miedo o tras pensar en algo que provoca alarma. En ambos casos el cerebro activa los circuitos del miedo y se produce la ansiedad.

En el caso de esta paciente no hay ninguna situación que pueda poner su vida en riesgo, pero su mente y su cuerpo reaccionan con los mismos síntomas que si se enfrentara a un grave peligro. En este caso, el miedo a fracasar y la culpabilidad por no estar a la altura de las expectativas que tiene de sí misma crean los mismos efectos fisiológicos que si su vida corriera peligro. Es su propio pensamiento, su valoración de las circunstancias, lo que provoca la activación de los circuitos del miedo.

Algo que nos diferencia radicalmente de las demás especies es que los seres humanos podemos temer situaciones que no existen en la realidad y que solo están en nuestra imaginación (capacidad reflexiva); situaciones que no han ocurrido y que anticipamos.

Nuestras áreas subcorticales no pueden diferenciar un miedo real de uno imaginario y las respuestas fisiológicas (ansiedad, sudoración, mareo, taquicardia) serán las mismas tanto si hay una grave amenaza a nuestra integridad física como si anticipamos que vamos a vivir una situación de estrés (por ejemplo, ser rechazado o hacer el ridículo). Las sensaciones corporales tan desagradables que se producen ante una amenaza real o imaginaria es lo que llamamos «ansiedad».

En casos extremos, como los ataques de pánico, la sensación de muerte inminente y de no tener el control será recordada como una de las peores experiencias de la vida.

El miedo a un objeto o situación es lo que conocemos como «fobia». Al quedar asociadas dichas fobias a un aumento de la alerta y la ansiedad, tenderemos a evitar todo lo relacionado con lo que nos provocó miedo. Las fobias son innumerables: a las jeringuillas, a los puentes, a la noche, a las arañas, a las serpientes, a las alturas, a los túneles, etc. (fobias tangibles)

Los seres humanos también podemos temer cosas que no son reales (en el sentido de no ser algo físico o tangible) pero que al activar los mismos circuitos cerebrales relacionados con el miedo, provocará las mismas reacciones fisiológicas. Estas «fobias intangibles» están relacionadas con actividades que implican situaciones interpersonales, como el miedo a hablar en público, a no ser querido o a no ser válido.

Se sabe, por los estudios sobre apego (Holmes, 2005; Bolwby, 1994; Wallin, 2015), que gran parte de las fobias intangibles vienen condicionadas por nuestras experiencias tempranas con nuestros cuidadores. En la edad adulta, el miedo a ser rechazados, no ser queridos o hacer el ridículo en determinadas situaciones sociales puede provocar mucho miedo y ansiedad en función de cómo hayan sido las relaciones de apego en la infancia.

El cerebro guarda memoria de lo traumáticas que fueron esas experiencias y la tendencia natural en la edad adulta será a evitar situaciones parecidas.

Un peligro real, o la perspectiva de que pueda producirse (ansiedad anticipatoria), provoca reacciones fisiológicas idénticas a las que se producen cuando la vida corre peligro (Panksepp, 2012).

En niños maltratados y abandonados se produce una activación crónica de la amígdala que podría deteriorar el desarrollo del córtex prefrontal, lo que provocaría alteraciones en la adquisición de conductas y emociones adecuadas en la edad adulta, incluido el control de los impulsos (Mesa-Gresa et al., 2011). Se deterioraría tanto la capacidad de autorregulación como interpersonal.

Las personas con hiperactivación del sistema del miedo en la infancia, no pueden manejar sus estados internos ni interpretar de forma correcta los gestos y emociones de los demás (Ammaniti y Gallese, 2014).

Podemos imaginar tres situaciones:

• Vemos que un niño va a cruzar la calle y viene un coche. Reaccionamos de forma inmediata, sin pensar; lo hacemos de forma impulsiva. En este caso, se activa la «vía rápida». Los ojos reciben el estímulo y envían la información al tálamo que, de forma inmediata, activa la amígdala. Esta, a través del sistema simpático, activará el modo lucha-huida.

• Vamos paseando por la noche, vemos a alguien que viene hacia nosotros con mal aspecto y pensamos que quizás pueda robarnos. Decidimos coger un taxi. En este caso hemos visto un peligro potencial y hemos reflexionado sobre qué conducta es la más adecuada y decidimos evitar el peligro. Estas decisiones pueden llevar unos segundos. En este ejemplo, la amígdala apenas se habrá activado pero si, por ejemplo, la persona corre detrás de nosotros al ver que escapamos, la amígdala se activaría muchísimo más. Esta «vía lenta» se suele activar en casi todas las fobias sociales y ataques de pánico: al evaluar la situación y percibir malestar, nuestra amígdala se activa más, lo que provoca una retroalimentación positiva.

• Llegamos a casa y empezamos a pensar que la próxima vez que salgamos quizás nos encontremos con alguien que quiera robarnos y comenzamos a sentir ansiedad al imaginar lo que podría haber pasado si no hubiéramos cogido el taxi. En este caso, no hay ningún estímulo real que provoque el miedo, pero a través del pensamiento activamos la amígdala, que genera las mismas reacciones que si el peligro fuera real.

Fenómeno kindling

Los hábitos de respuesta, si se dan de forma repetida, pueden quedar arraigados de forma implícita en el cerebro (por ejemplo, en la corteza somato-sensorial, el hipocampo o la amígdala). Es lo que se conoce como fenómeno de kindling. Se pueden sentir sensaciones de malestar sin que haya ningún estímulo que las provoque. El cerebro valora que no estamos seguros en el aquí y ahora, lo que provocará la activación de los circuitos del miedo, sin que haya ningún peligro real. Este fenómeno es muy frecuente en personas hipocondriacas o con ataques de pánico, que tienen miedo a sus propias sensaciones. La ansiedad anticipatoria –es decir, el miedo al miedo– es lo que sustenta la patología.

El sistema nervioso se divide en dos grandes componentes: el sistema nervioso central (SNC), que incluye lo que comúnmente conocemos como cerebro, y el sistema nervioso autónomo (SNA), que conecta el cerebro con el cuerpo. El SNA se divide en dos subsistemas: el simpático, que actúa como activador y el parasimpático, que actúa como inhibidor de la activación y la ansiedad.

En el caso de que el cerebro perciba un peligro (real o imaginario), se produce la activación del eje hipotálamo-hipófiso-adrenal (HHA) que activa la rama simpática del SNA y provoca que las glándulas suprarrenales segreguen hormonas del estrés como adrenalina, noradrenalina y si el estrés se mantiene cortisol.

Centro de Psicología María Jesús Suárez Duque

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